jueves, 29 de marzo de 2012

LA CITA



LA CITA

Llego antes de la hora prevista al elegante hotel. Quiero familiarizarme con el lugar. Necesito sentirme segura. Después de dudar una y mil veces decido acudir a la cita. Buceo por el laberinto de pasillos y tropiezo con el Salón Rosa, así reza en la pared izquierda. La puerta de cristal se abre apenas me acerco a ella. Se escucha una suave música de jazz. El verde azul del mar me llega a través de los amplios ventanales del fondo. Atraída por él avanzo hasta alcanzar la terraza donde el Mediterráneo se abre como un luminoso horizonte. El olor a mar explosiona y provoca sensaciones olvidadas. Las olas, en la playa, hacen gemir las piedras que cantan su constante despedida.
Me siento mar, me siento brisa, me siento sueño y la soledad duele. Esperaré aquí, decido. Si me busca sabrá encontrarme. El sol camina inexorable hacia el ocaso. El rojo intenso crece por momentos. La temperatura es agradable, pido un café, ya tendré ocasión de tomar una copa que es lo que realmente me apetece, pero de momento prefiero estar lo más lúcida posible. Saboreo una pequeña chocolatina que han traído junto a la taza del café. Mi mirada se pierde en el mar mientras pienso en lo que me ha traído hasta aquí.
La fotografía que me envió por Internet no le hace justicia. Nos estrechamos la mano. La suya es suave, cálida y aprieta la mía con firmeza. Nuestras mejillas se juntan bajo la consigna de un cumplido saludo mientras un escalofrío crece bajo mi piel. Se sienta y nos decimos las primeras palabras. Todo tiembla a mí alrededor.
Una hora más tarde seguimos en el mismo lugar, saboreamos un magnifico whisky con hielo. Charlamos en armonía, impacientes por decirnos el uno al otro quienes somos.
El sol, entre el cielo y el mar, es como una hoguera que se apaga lentamente. Él sugiere pasear por los jardines antes de que la noche llegue. Huele a flores, a recién mojado. Pequeñas farolas aparecen como luciérnagas y nos guían. Sigo temblando y trato de contener la avalancha de emociones olvidadas que despiertan dentro de mí. Al borde de la piscina nos detenemos, el agua es limpia y transparente. El mar está más cercano pero solo se escucha, como un murmullo, como una confirmación de su existencia.
La noche plena nos descubre tejiendo palabras. Se aproxima la hora del adiós. Una voz por dentro me grita: ¡espera!, esto es el paraíso y sólo si te expulsaran deberías marcharte. Siento que la vida se resume a este instante, que el mundo es esto y nada de lo que hay más allá importa. Pero tengo miedo de que mis emociones se desnuden sin pudor. Emprendemos el regreso lentamente. Hay un momento de silencio en el que las palabras toman aliento y nuestras manos se rozan, él coge la mía durante ese vuelo de inercia hacia el espacio y juntas se elevan.
Una convulsión plagada de emociones penetra ahora en mis venas como una flecha y recorre cada centímetro de mi cuerpo. Cierro los ojos cuando en un oscuro rincón, bajo las ramas de un sauce, me abraza para después adueñarse de mi boca. Pienso en la eternidad, en que ya no tengo miedo, como si la tormenta ya hubiese pasado. Cogidos de la mano avanzamos por los curvados pasillos del jardín…
De pronto me doy cuenta de que el camarero intenta decirme algo. Despierto de mi letargo, de mi sueño. De un zarpazo vuelvo a la realidad. Me pregunta si soy Ana, le respondo que sí y entonces me entrega un nota. “Perdona el retraso, un problema ineludible. ¿Te importaría esperar media hora más? Le doy las gracias al camarero y este se aleja.
Sí esa es la palabra “esperar”. Llevo mucho tiempo atada a un tiempo en el que no espero, en el que antes de comenzar me voy. Un tiempo de desconfianza, de huída, de lucha inútil contra molinos de viento. Sonrío y con la mirada busco al camarero que a los pocos segundos se percata de mi llamada. Ha llegado el momento de tomar esa copa pendiente. Ha llegado el instante de cambiar el rumbo de mi vida, de girar el volante y adentrarme por esa calle desconocida llena de interrogantes. Esperaré…

Manuela Maciá