A veces tengo la pretenciosa idea de que me gustaría reinventar el mundo,
yo que no sé cómo vivir el día a día. Todo menos admitir que la que debería
cambiar soy yo, pero es tan complicado, siempre resulta más fácil empeñarse en cambiar
lo de fuera y permitirnos seguir siendo lo que somos. Qué poco nos gusta
reconocer la culpa, nuestros errores, nuestras torpezas aunque sean
involuntarias, es tan cómodo ponerlo en los demás… Así nos lavamos las manos
cual Pilatos. Y así nos quedamos enganchados en una especie de Zigzag, en el ir
y venir del columpio, con el deseo de que siempre haya una mano que lo impulse
para que no pare.
Y así andaba con estas idas
y vueltas cuando ayer leí una carta de amor que un amigo le había escrito a una
mujer imaginaria, apoyado en la imagen subyugadora de una fotografía de Marilyn
Monroe. Esa mujer que tantos apetitos despertó en los hombres, y en algunas
mujeres, cuando soñaban parecerse a ella. Nació el 1 de junio de 1926 y murió
el 4 de agosto de 1962, tenía 36 años cuando nos dejó. Yo era una adolescente y
recuerdo vagamente la noticia escuchada a través de la radio (en casa aún no
teníamos televisión), y también la leí en la portada de los periódicos colgados
en los quioscos.
Confieso que fue muchos años después cuando empecé a mirarla de otra
manera, a reconocerla, a interesarme por ella como persona. Su vida, y su
trágica muerte, se han contado de mil maneras y se seguirán contando porque
ella ya es un mito imborrable de la historia. El primer chispazo de interés y
curiosidad surgió a partir de un ciclo de sus películas en la TV. Luego en un
reportaje biográfico que vi repetido una o dos veces. Creo que no sabría
explicar por qué mi mente sufrió aquel cambio, por qué dejé de escuchar lo que
me estaban contando para pasar a leer más allá de sus ojos, su sonrisa, sus
gestos, sus muecas forzadas, los movimientos de su cuerpo, esos vestido ceñidos
que resaltaban su explosiva figura, ese escote siempre bello, evocativo, esa
boca sensual donde cualquier color de carmín la embellecía…
Podría enumerar, con una gran carga de adjetivos, todo lo resaltable en ella, pero todo eso pasó a un segundo plano porque lo que me impactó, lo que yo creí descubrir, al otro lado de todo eso, fue su tristeza, una tristeza escondida entre las costuras de la exuberancia.
Tenía hombres a su alrededor locos por ella, pero ella vivía aferrada a la soledad. Sin duda la amaron, pero nunca como ella deseó ser amada, desde el interior de su piel. La descubrí tímida, silenciosa, y vi en lo más oculto de sus ojos, una llama encendida de esperanza, una llama que el desencanto, la impotencia y la frustración se encargaron de apagar hasta convertirla en desolación.
Y fue ayer, como decía, al leer esa carta cuando de pronto me dije que me gustaría hablar con ella, sentarnos, una frente a la otra, como dos buenas amigas, y preguntarle si esa tristeza, esa soledad, ese abandono en el que la imagino son ciertos. Le preguntaría cuántos mundos quiso reinventarse y nunca pudo. Le pediría que me dijera en qué cuneta del camino quedaron vencidas sus ilusiones, sus sueños. Qué sentía cuando exhibía su cuerpo, como un objeto de deseo y cientos de miradas lascivas llegaban hasta ella como garras dispuestas a destruirla. Le preguntaría que si en la mirada de alguno de aquellos hombres, impregnada de ese ansia voraz de poseer su cuerpo, si en alguna de ellas descubrió que, lejos de estar atrapada a sus marcadas curvas, o en su atrayente escote, ésta fue más allá, al otro lado de su aparente fachada, porque eso significaría que por fin habría descubierto a esa otra Marilyn que esperaba en su estancia de niña soñadora que todos llevamos dentro.
Quién sabe si ella quiso ser lo que nunca fue como yo a veces quiero ser lo
que nunca he sido, como cualquier mortal con fantasías silenciadas. Y que tal
vez todas estas inquietudes nunca las confesó a nadie, porque a pesar de estar
rodeada de mucha gente estaba sola y nadie la hubiese escuchado. Ella fue fatídica
víctima del baladí instinto de poseer su cuerpo, su belleza, su atractivo, pero
jamás pensaron en lo que sentía su corazón, ni comprendieron su dolor, ni
advirtieron su miedo, como tampoco le preguntaron por sus sueños.
Demasiado mundo falso a tú alrededor, pura postura, ¿verdad? Demasiadas mentiras, exceso de morbo incontrolable, y tú ahí, en el núcleo del tornado, sin poder defenderte… No pudiste seguir ¿verdad? ¿No confiabas en el destino? ¿Por eso elegiste el camino más fácil? No, perdona, no creo que lo fuese, quizás fue cansancio, sí, te cansaste de esperar y el mundo se volvió oscuro a tu alrededor.
Ahora la que está triste soy yo, y siento una ternura infinita hacia ti y
me gustaría consolarte, como a una buena amiga, por tanto agravio estúpido. ¿Sabes?,
en este instante ya no me apetece reinventar el mundo, voy a colgar mi
presuntuosa aspiración de una percha, como un olvido. Prefiero dialogar
contigo, mi querida Marilyn, escuchar tu historia, aprender de ti, desearte que
allí donde estés, hayas encontrado tus sueños olvidados, les hayas quitado el
polvo del tiempo y por fin sean una realidad.
Manuela Maciá